Sos el ser que me habita sin buscarlo. Sos la constatación
de que el inconsciente opera sobre nuestras realidades aunque no sepamos de él,
la persona que se hace presente en actos para cerciorarme que todo lo que me fue
amorosamente inculcado tiene sus efectos, tardíos o no, y que no se trata de
pretender que vivas en otra realidad paralela, o el Cielo para la acepción religiosa,
sino de comprender que los seres queridos dan pinceladas sobre nuestra
personalidad con pintura indeleble. Y es tiempo de asumir que sos un habitante
en mí.
Un guía que en su modo de ser humanamente persona me
transmitió una forma de desenvolvimiento que va mucho más allá de las típicas
enseñanzas verbales que todo padre intenta impartir a su hijo. Vos fuiste un
grado más lejos de aquellas definiciones de aprendizaje oral, vos tuviste la
valentía de ser parte, de ser un amigo con autoridad, un compinche con errores,
un padre vivo. Y eso no se borra por tu desaparición física, porque seguís
vivo, y siento que es lo que más duele de tu partida terrenal. Porque no
construiste un vínculo impuesto o sugerido, sino que fuiste viendo cómo se hacía
esto de ser padre, y supiste acompañar, estar, escuchar, sugerir, recomendar,
pero nunca jamás imponer o bajar tu verdad revelada y que acatáramos la orden,
porque supiste, por los avatares que la vida te hizo atravesar, que un hijo
llega para abrirle los ojos a los padres, y no viceversa.
Sos el habitante innegable de mi humanidad, el que al
proceder de tal o cual manera sabe que así lo hacías vos, o en mi adolescencia
intentaba desmarcarse vanamente para forjar su propio modo de ser, que sí, es
distinto en muchos aspectos, pero conserva esa pisca esencial y básica que es
hacer las cosas con amor. Siempre está la posibilidad del equívoco, pero bajo
el parámetro de lo humanamente posible. Porque pareciera en estos tiempos que
hay que explicar nuevamente qué es ser humano, con todas las letras y entereza
que proceder de ese modo brinda.
Tiempos confusos, pa, donde tu legado es haber dejado todo
en la cancha. Sos el que me habita también al bajar la guardia un rato, y
querer tirarme a dormir nomás, y te recuerdo levantándote de esas largas
siestas de fin de semana haciéndote el sonámbulo con los brazos para adelante,
queriendo sacar una sonrisa, aún en la adversidad.
Sos el habitante que llevo en mí también, al analizar
variantes de posibilidad y quedar encerrado en esa burbuja de negatividad que
viene acompañada del que usa la mente en exceso y te vuelve como un bumerang.
Aunque por otro lado sos el que me habita al percibir una situación a las
claras en declive y que saca fuerzas y ganas de contagiar entusiasmo porque es
el único modo de salir adelante. Sos el habitante que me sopla un accionar
cauto y respetuoso, quizás por contraposición de partes, porque nadie sabe en
qué batalla está enredado el que se acerca a nuestras vidas, y a su vez el que
me hace enfrentar, o apenas maldecir, las injusticias notorias en las que la
humanidad se encuentra.
Sos el que me hizo aprender el modo en que quiero ser, y
sostenerlo, contra viento y marea, si creo que ese es el camino que se me
dibuja por delante. Sos el habitante de mis certezas e incertidumbres diarias,
que me inculca a no bajar jamás los brazos, y arremeter por aquello que creo me
tengo merecido.
Los merecimientos o recompensas de la vida quisieron que te
fueras en el momento mismo en que ese eterno aprendizaje de ser padre se
apoderó de mi, quizás más tempranamente de lo que hubiera querido para que mi
hijo pudiera mamar un poco de ese abuelo siempre disponible, pero quién
entiende de justezas si de seguirle el pulso a la vida se trata. De todos
modos, mi hijo recibirá esas formas de ser tan vos, sabrá qué es eso de tasmar,
hinchar, pelear sin rivalizar, callar y respetar a quien te acompaña, saltar
por lo que no hay lugar a que te saquen, hablar sin parar ("si por hablar
cobrasen impuestos, yo estaría en bancarrota siempre", decías), luchar por
la familia y sus necesidades, ser amigo, ser confidente por más que uno supiera
que no había algo que se te pudiera contar que no llegase a oídos de mamá, el
otro ser que habita en mí y que ambos moldearon esta masa de sentimientos y
sensaciones que soy, y que estos días innegablemente me tuvieron triste, bajón,
lleno de angustia inenarrable.
Vivimos en tiempos donde se cree que los algoritmos y los
encasillamientos distantes marcan tendencia, y yo ya sé, porque habitás en mí,
que esos juegos mentales no son más que la carcasa de la maquinaria mayor que
es nuestra humanidad, la cáscara de esa fruta gloriosa que es nuestro ser
habitando el planeta tierra. Somos únicos, tu forma de ser me lo delineó y descubro
a cada paso que nos vinculamos con tantos seres únicos como estamos dispuestos
a conocer.
También sos mis peleas conmigo mismo, mi agarrármela con los
seres más queridos, porque sabemos que en un berrinche surge lo peor de uno y
alguien tendrá que soportarlo o bancar para que luego sea en reciprocidad. Las
miserias no se guardan, se sacan a la luz, y eso demarcará la relevancia de
quienes se quedan a nuestro lado, aún habiendo conocido ese aspecto sombrío.
Vivimos rodeados de mentiras, y cada cual elige cuál
comprar. Ante esa circunstancia de bombardeo material, tu recuerdo no me deja
más que sensaciones placenteras, de intimidad lograda, de logros conquistados
aún no sabiendo que estaban materializados en la sonrisa que me despertabas
ante un panorama que podía ver ocasionalmente oscuro, o en advertencias salidas
del temor ante otra situación que podía apoderarse de mi positividad galopante,
y hacerme ver los resguardos del caso a tomar, por más que después te diera o
no bola. Vos estabas. Vos estás, dentro mío, aconsejando u opinando, alentando
o previniendo, siendo, como sale ser.
Por eso, ante la era de mitología moderna en la que estamos
inmersos, este primer año nuevo sin vos decidí acrecentar ese mito viviente que
quiero que seas. Este 7 de enero cumplirías 75 años de haber nacido y desde
hoy, en mi familia, a Melchor, Gaspar y Baltazar se suma el cuarto Rey Mago, el
Rey David. Dada la cercanía de tu cumpleaños con la aparición de los Reyes que
anida en mi conciencia desde que nací, tu pasión inculcada por el único Rey de
Copas del mundo que existe, y el reencuentro con la costumbre de los regalos a
este niño que completa mis días, el día de Reyes pasará a tener la importancia
del caso.
Porque siempre me gustó más el momento de dejar los zapatitos con
pasto y agua para los camellos, porque algo me decía que estaba bueno una vez
pasada la vorágine de festejos y deseos colectivos de felicidad efímera de fin
de año llegar a esa mañana especial en que me preguntaba cómo entraron a tomar agua
y comida si siempre vivimos en departamento con rejas de seguridad en el balcón.
Y también mi ser niño me recordaba que está bueno recibir regalo habiendo
dejado algo de uno a cambio, y que además era por la mañana, ese momento del
día en que todo se permite renacer, barajar y dar de vuelta, y también
incorporé internamente que ese era el real comienzo del año, porque las aguas celebratorias
ya habían bajado, y al día siguiente nos volveríamos a juntar, la familia
cercana, para brindar por tu cumpleaños pa, que no aclamaba por protagonismo
sino que más bien llegaba como corolario para darle paso al mágico y
sorprendente año nuevo que se hacía presente, ahí donde habitábamos, en el
departamento de Flores que nunca fue nuestro, pero que le dimos el color y
calor que sólo una familia clase media luchadora le sabe poner. Esos recuerdos
son los que te digo que ahora distingo que habitan en mi, el olor a las mañanas
especiales que eran ese período del 5 al 7 de enero, y que me encargaré de
acrecentar en mi núcleo familiar elegido.
Porque sos el que me habita día a día, el que llena de vida
trabajada y sostenedora mis momentos de desazón, no una evocación lánguida y el
llanto en donde reposan tus restos. Los restos, restos son, y prefiero
recordarte sorprendiéndote ante el espejo del baño mientras te afeitabas todas
las mañanas con la radio encendida, y tocándote esa mejilla suavecita que no
pinchaba al besar, diciéndome con gesto adusto y pensativo: "¡qué suerte
que tenés!", a la espera de una mínima reacción que te dé pié al ya
conocido remate "de tener un viejo como yo". O mirándote con sorpresa
ante el mismo espejo formulando una inquietud abierta de "yo no entiendo…",
con su correspondiente continuidad de "cómo es que dios hizo algo tan
bello".
Yo tampoco entiendo, pero incorporo, pa, que sos el
habitante que reside en mí para siempre.
Vos no te moriste viejo, apenas si pasaste a ser un habitante en mí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario