domingo, 27 de noviembre de 2016

El último clásico


Me despedí de él. Fue en ese clásico del 21 de febrero, un día antes de venirme a vivir a Barcelona. Algo vibró dentro, sólo que ahora caigo en qué era. No lo iba a volver a ver más junto a él. El partido. Ya no estaría ahí para hacerme dar cuenta, reparar en lo faltante, o marcar un error. El viejo se despidió como un duque.

Lamento que después haya ido solo a un perdido partido con Patronato, y que me logró decir por whatsapp -sí, finalmente accedió a usarlo- que no era lo mismo sin mí. Él me lo dijo a mí. Y a los 6 días se fue.

Veo esta última foto e inevitablemente lloro. Te veo, nos veo, mirando a la cámara en el momento preciso en que la Doble Visera -siempre seguirá llamándose así- se encendía, al salir el equipo a la cancha. Y todos con sus camaritas dirigidas al campo de juego. Y nosotros de espaldas, mirando lo que importaba. Ese vínculo padre e hijo que no se borra más de la cabeza. Y uno buscará repetir a imagen y semejanza.

Ir a la cancha era un ritual. Una salida construida para pasar toda la tarde o noche con mi viejo. Porque el partido dura 90 minutos. La salida, entendí una vez que se me pasó el fanatismo adolescente, era lo consistente. Hablar en el viaje, en auto o bondi, en la previa con alguna pizza o chori de dorapa, entrar antes para conseguir buen lugar, seguir charlando y contándonos sobre nuestras vidas, y las de los demás, encontrarse a uno que frecuenta la misma ubicación, saludarse, bromear, calentarse, bancársela, festejar, delirar, todos, juntos, abrazados. El fútbol es el único espectáculo al que fui donde la gente se abraza y festeja en conjunto sin conocerse. Bueno, y los recitales. Pero el abrazo y la identidad común, el sentido de que estamos todos tirando para el mismo lado, con el énfasis, con las ganas de que pase lo que tanto fuimos a ver. Que la pelotita cruce esa línea blanca y se pierda en la red, para que de esa forma se pudiera celebrar, y cantar, y cargar, y descargar.

Mi viejo era cabulero. Otros rituales, que pasaban a ser su marca registrada. Como darme un beso en el cachete derecho después del gol. Como formular la frase "no te preocupes, es Rasin", cada vez que se ponía negra la situación contra el vecino. O durante el campeonato 2002 llevamos una cábala conjunta, que era limpiar nuestro escalón de papelitos, dejarlo limpito para que comenzara el encuentro. Ya nos reíamos. Pero lo hacíamos de todos modos.

O cambiar de posición uno con el otro, cuando se estancaba en una meseta el ataque del Rojo. "Cambiame, cambiame", nos decíamos. El viejo le dejaba el auto siempre al mismo trapito. Papá estaba siempre, en las buenas y en las malas, como enseñan las canciones de cancha. Sin melancolía barata, con todas las de la ley, el viejo siempre estaba. Decía presente, y eso me transmitió con las idas a La Plata, a Rosario, a Córdoba, o Mendoza, a ver al Rojo. "Y vayas a donde vayas, yo voy con vos…".

Si vamos a tribuna, arriba y a un costado. Por si se arma. Y salimos temprano eh. Nada de quedar debajo de los primeros 10 escalones contando de arriba. No se ve nada. Ni se te ocurra la idea de irte antes. Todo puede cambiar en materia del juego. Y si no, se afronta la derrota con dignidad. Abandonar es para los tibios.

No me olvido más de una batahola que se armó a la salida de un clásico. Yo tendría 12 años. Y el sabio consejo de mi padre fue "si no sabés qué pasa no corras con todos, busca donde resguardarte. Y si reparten piñas, no quieras entender, primero rebolea y defendete, después lo analizás", o algo así me quedó.

O cuando íbamos en el 42 a Nuñez y subió la banda de River y me sacó el gorrito justo a tiempo y lo escondió entre sus ropas. Aprendizajes por estar. Recuerdos imborrables, de choripanes que desbordaban de la mano en canchas de noche, los viernes después del colegio. Lanús, Quilmes, Sarandí, Banfield. Ponerme en caja alguna vez que me zarpé de locura y tiré una latita semivacía pero empapé a media fila de adelante.

Logré despedirme de él. En ese clásico que terminó en trago amargo con el empate sobre la hora al palo del Ruso. Pero no importaba. La salida ni siquiera llegaba a su fin con el pitazo final. Allí empezaba el ritual de retirada. Silbando bajito, analizando que pasó, lo que viene, lo que vendrá. Poné la radio que quiero escuchar qué dicen, una bebida para el camino, y ese clima de intimidad de auto de noche. Toma la autopista, la 9 de julio derecho y salimos a casa rápido que nos dejó una tarta lista mamá.

Yo de vos me despedí. ¿No, viejo? Ese partido último, ese clásico de Avellaneda, esa tarde-noche de verano en que cumplía un año de casado. Pero era el último nuestro. No podía no estar ahí con vos. Porque nada cambia lo que viví con vos.



lunes, 10 de octubre de 2016

Es lo que quieras creer que es

Escribiendo bajo, reposo en las palabras que se van armando con la tinta. Porque me da la tranquilidad de que no están premeditadas, no puedo, sino que se van dando en la esencia misma de dejar ser. No es chiste, es, sale, pero no se busca. ¿O alguien sabe qué es lo siguiente que piensa escribir?
Saca palabras, y se va armando, siempre conservando el sentido, la linealidad de lo que querés decir en su generalidad. Escribir es hacer lineal y llano el pensamiento esporádico y desorganizado. Es pasarse en limpio. Es encontrar cosas que estaban y no sabíamos.

Escribo desde que el mundo empezó a sobrepasar mi claridad conceptual básica, desde que el enfrentar situaciones de adolescencia me dejaban la cabeza latiendo de ideas confusas y mezcladas por el ánimo cambiante. Allí, decidí empezar a contarle al papel algo de todo eso que me aquejaba para ver si bajado en formato tinta y firuletes con significado podía adquirir consistencia lo que me daba vueltas incesantemente. Y así fue.

Escribir lo siento como un acto liberador, de entrega, de comprensión del propio mundo. Es dejar que del menjunje mental salga lo que prima, lo que se prioriza en su supremacía de recorrer todo el interior de mi cuerpo, desde la sien, para pasar raudamente por el corazón, seguir su trayecto por los brazos -que en inglés se dicen arms, muy cercano a armas- y sale por las manos y los dedos para unirse a la herramienta que tenga eventualmente a mano para, en sus movimientos ascendentes y descendentes, dibujar las letras que representan lo que ando queriendo expresar.

Será por eso que me gusta escribir con pluma. Una vez, flipé que eran mis dedos los que sacaban la tinta que me permitía escribir. Como sea, el acto de escritura es una extensión corporal que nos permite dejar asentado aquello que sino, por la velocidad en la que se suceden los pensamientos, sigue de largo. Es interceptar lo relevante y que después quede, para poder ser releído y compartido para ver qué resuena en otros.

Escribir es sacar, darle al papel lo que está dentro dando vueltas y lo dejamos salir por esta vía, luego reprodujible, hoy día hasta en forma multimedia.
Porque somos eso, multidimensionalidad hilvanada en sucesorias interpretaciones que no hacen más que divertir el intelecto, mas luego pasa lo que tiene que suceder en el papel, que nos pasa por encima de toda conjetura y nos adentra en el mundo de la comunión de hechos entretejidos sin premeditación y con la alevosía de lo sorpresivo del devenir escrito.

Una cosa es lo que se te viene en mente hacer. Otra lo que efectivamente hacés.
La bajada al papel es una forma de que quede asentado, de haber dejado constancia de lo que en ese entonces pensábamos. Porque en cuanto vemos algo más llamativo acudimos en su indagación. Somos como mariposas danzantes en búsqueda del polen que nos alimente.


Escribir genera un acelere motivador.
Forzarse a hacerlo es una búsqueda intencional, que hace decantar el intento de afirmación.

Cae, decanta, la escritura.
El papel se siente suave, casi aterciopelado, dispuesto a ser escrito. Es un regalo a la intuición. Mi cerebro es flotante. Puedo ir por acá o por allá. Mera ilusión aleatoria, y lo que le dé prioridad es lo que quedará impregnado de la sabiduría cósmica que me transmite lo que decir. Porque no lo dice uno.

Es algo que baja.

jueves, 4 de agosto de 2016

Querer y necesitar

¿Cómo hacés que un nene no quiera lo que vos tenés? ¿Es normal que el mayor entretenimiento sea morder cartón y plástico? Envases, bah.

¿Cómo se evalúa si se le está dando todo lo que quiere? ¿Lo que quiere o lo que necesita?
¿Mi viejo se fue habiendo hecho lo que quería? Si nos vamos, ¿para qué perder el tiempo en cosas que no nos van?

Gonzalo se pasea. Tira todo. Se agarra de las cosas para caminar. hay que taparle lugares de riesgo, sacarle cosas chicas de la mano, intentando no decir no o censurar. Un trajín…

Dejarse sentir libera sensación, y esa sensación queda en el cuerpo, porque tiene memoria. Conserva lo que en algún momento le produjo buena sensación. O repele lo que mala.
Eso es la magia de escenificar lo que nos pasa. Ponerse en el lugar de otro y dejarse ser. Luego se convierte en necesidad.

Necesitar algo es estar en la imperiosa voluntad de lograrlo. Querer algo tiene una carga más romántica, donde muchos asimilan el querer con desear algo que no se tiene, mientras que otros optamos por vincularlo al deseo motor, con el fin de alcanzarlo y no de siempre estar anhelando lo inalcanzable. Desear es expresión de voluntad, y la acción es lo que lleva a entrometerse, intersticialmente, en las grietas que produce ese deseo, en lo que lo moviliza.

Gonzalo desea. Necesita algo y tan sólo va. Se dirige hacia el objetivo con una premura y decisión que nada pasa a importar más que eso. Quiere con ganas. Y eso me pone contento. Ya se para y hace equilibrio un rato.
El bendito equilibrio que uno aspira a conseguir en algún momento. Consigo equilibrar y la balanza se desacomoda hacia el vicio mayor de superarse.

Los habemos quienes nos sentimos movilizados por el deseo de superación, así como los hay quienes en su querer inconcluso depositan todo su deseo, en pretender y hasta exigir algo que no ocurre. Lo que ocurre, ocurre, y desde esa verdad leída por los ojos que lo deseen es que se desarrolla el convencimiento de estar en el camino deseado. Y dale con que es deseado. El camino es el trazado, el anhelado, el conseguido al fin de cuentas. El idealismo atenta contra la realidad, y lo real es que el juicio es la condena mayor del ser deseante. El que quiere con ganas usa el juicio como un medio intuitivo de saberse hacedor de realidad.

Me pintó hablar con frases cortas hoy se ve. Es lo que hay. Lo que no hay es imposible que sea.

Necesito querer. Querer necesito. Y el deseo es un cuento chino.


martes, 28 de junio de 2016

Renuncia

Leo y veo las repercusiones que tiene el anuncio de Messi, y ahora Mascherano, de no jugar más en la Selección Argentina. Coincide que ambos juegan en el equipo de la ciudad donde decidimos migrar con mi mujer e hijo. Y distingo que, a las claras, estoy más emparentado con quienes quieren que siga jugando, pero algo me sigue haciendo ruido en la acusación de "argentinos exitistas" en la que facilmente cae la mayoría. El exitismo no creo que sea el problema mayor, sino la incapacidad de mirarse a sí mismo. Siempre es más fácil hacer recaer en otros esa responsabildad de vida, y mucho más si no lo conocés y te representa en un juego tan pasional como el fútbol.

Sigo dándole vueltas al tema. Siento que me decepciona más la renuncia que la derrota, algo que aquel que se digne a vivir y jugar sabe que puede pasar, son parte de las reglas.

Pero renunciar no está en las reglas, es parte de una decisión personal producto del hartazgo, canalizado en acción y no en queja. Y me pregunto ¿acaso al irnos con mi familia no renunciamos, de algún modo, a vivir en Argentina?
Por más que, como creo con Messi, siempre hay oportunidad de volver, me emparento en el haber distinguido que para ser feliz y sentirse realizado, o no frustrado, hace falta dar algo más de uno, sin quedarse en el rol del argentino medio(cre) que piensa que puede cambiar el mundo en una charla de café.

¿Acaso creen que un jugador de fútbol vendrá a paliar las miserias que tenemos? Messi es el mejor en lo que se dedicó a hacer, venciendo los supuestos límites que le puso un país que no estuvo dispuesto a bancar su rehabilitación de niño. Renunció a seguir viviendo allí y migró a una ciudad que lo contuvo y brindó lo necesario para que siga desarrollando su potencial. ¡Y mierda que lo hizo!

¿Con qué derecho se cree la gente a opinar sobre su accionar? Siempre es más cómodo emitir juicio que mirar para adentro. Y lo que más lástima me da es que ese muchacho puede hacer lo que quiera y siempre le irá bien, porque con humildad y aceptación supó sortear los escollos que la vida le puso para realizarse. ¿Y vos? ¿Qué hacés para que eso pase?
 

Renuncio a convencer a nadie. Apenas si agarro mis petates y me vengo aquí, a probar cómo sigue la cosa. Y ojalá que ese pibito que tanta magia hace con el balón elija seguir dándonos alegrías a los que sí disfrutamos de verlo jugar. Porque sino me queda una sensación como de que no hay esperanza y que Argentina está condenada a la miseria crítica. Por favor, no.

sábado, 25 de junio de 2016

Se comunica

Somos la demostración empírica de que la clase media se puede mantener mejor en Barcelona que en Buenos Aires. Los gastos fijos que teníamos allá nos sumían este 2016 a meternos en una bicicleta y prorrateo, y no saber cuánto pagaríamos el mes siguiente, y venir aquí fue airear las expectativas y divisar nuevos horizontes. Desde ya que en donde esté uno es uno con su circunstancia, y lo que haga o deje de hacer se ajusta más a la disponibilidad de energías cada día que a la empresa o persona para la que haga un trabajo.

Trabajo comunicando. Con mi mujer queremos demostrarnos que se puede vivir del arte. ¿A qué venía esto? Sí, a que me adentré en el foco mismo de qué nos tiene aquí en Barcelona, viviendo.
Cuando llegamos a Barcelona nos encontramos con una ciudad cosmopolita como ninguna, con sus brazos abiertos sin distinciones al arte y la cultura. A la semana de estar acá logramos poner nuestro teatro para un espectador en un centro de creatividad en La Rambla barcelonesa. Repetimos funciones. Hicimos función privada en una terraza. Eso en menos de un mes de estar acá.

Luego devino la noticia de la muerte de mi papá. Que a la distancia distingo que pega distinto. Caigo en cuenta que no está porque era un padre muy presente que se comunicaba con frecuencia conmigo. Esa ausencia noto, mucho. Pero hay otra parte de la ausencia que es física, que no termino de afirmar -más bien niego- porque en términos físicos tampoco tengo ni a mi madre, ni hermanas ni amigos, para abrazar. Así que en parte la distancia física la tengo en común con todos los que están allá. Con la salvedad de que a él ya no podré abrazarlo más.
Esa pelota de panza inabarcable, esa cara arrugada y que ponía el cachete para que besara pero luego rechazaba más besos, eses ser que preguntaba con temor y apertura sobre las aventuras que nos relatábamos mutuamente comiendo una pizza previo a ver al Rojo, mi papá, ya no lo podré ver más...

Los recuerdos que tengo de las idas a la cancha son imborrables, y de algún modo marcan la forma en que quiero educar a mi hijo. Teniendo experiencias enriquecedoras y nutridas con él.

Gonzalo es un bebé genial. Pide y hace con un entusiasmo y una sonrisa incesante, conquistante, atrapante y que invita a estar por y para él. Él me puede. Él mira de una forma particular, entre midiéndote y sacándote la ficha en su totalidad, desnudando tus vulnerabilidades mayores y exponiendo tu incapacidad, por momentos, de abastecer la necesidad de un manojo de sensaciones de apenas 10 meses y medio.

Gonzalo por momentos me hace sentir el padre más cariñoso del mundo y por otros me saca a puntos de no saber qué carajo hacer. Llorá, ¿qué hago? Y yo qué carajo sé, fijate. Tratá de comprender qué lo aqueja a este ser, interpretá sus llantos, y sacá tu propio código de los tonos y contratonos que emplea para decirte algo. Y a veces funciona. Que la pancita, que si lo das vuelta. Que si probás moviéndole las patitas en bicicleta y entra en calma. Que se cansó de ese juego, que quiere comer, que se cagó... no, son los dientes.

Hasta que una especie de radar ultrasensible se le enciende cuando percibe un movimiento, por más que sea a la lejanía, de ese ser superior que domina su campo escénico de universo, llamado Madre. Cuando la madre se mueve en su órbita, el niño deja de hacer lo que esté llamando esporádicamente su atención, sea lo que sea, y enciende su oreja hiperbólica en sentido norte y la brújula corporal apunta con todas sus ansias hacia el sentido orientador madre. Listo, ya no hay con qué darle a esa pulsión.

Y el esbozo de la palabra teta ya asoma en sus primeras palabras y comunicaciones orales. Mamá, papá, ammm(bre), ya forman parte del repertorio inicial. Le decimos bravo y aplaude. Y sonríe. Y se emociona y aletea. Y me emociona.

martes, 7 de junio de 2016

Extraño


Extraño es algo ajeno a uno. Te extraño es una sensación de añoranza inevitable.

Extraño. En el extranjero. Extranjería: ese lugar que te dice ser distinto y te imposibilita la facilidad de proceder. Extraño es si en esta ciudad haces una cuadra y no escuchás un idioma distinto al tuyo.

Te extraño es lo que me ocurre diariamente a la espera de la comunicación ordinaria, convencional, para reportarse y ser reportado, que tenía mi viejo. Extraño es que no se comunique. Aunque más extraño sería distinguir que sí lo hace. Con recuerdos, protegiéndonos con su extraña forma de querer que tenía. Mi viejo no te decía te quiero, no era franelero, te lo demostraba. Extraño a ese ser…

Extraño es quien no es reconocido por los patrones de normalidad de cada uno.

"Abuela te voy a extrañar muchísimo", fue como Ángel Di María eligió despedir a su abuela en el último partido de la Selección Argentina. Extraño es que el 5 de junio hayan coincidido mi abuela y mi hermana para morirse ese día. Una en 1980, la otra en 2013.

Uno no extraña a quien no conoció. Al menos concientemente.

Extraño es que estando en 2016 nadie haya inventado la forma de que no haya ser con hambre en el mundo.

El extraño se siente extranjero. El extraño es el distinto que no se reconoce en la masa. Las masas secas sí que son algo extraño. Extraño es ir al supermercado y encontrarse con convenciones y nombres tan ajenos a uno e irreconocibles.

Extraño es esto que me está saliendo escribir, siempre y cuando uno se centre en un espacio de juicio o rindiendo cuentas a algún tipo de normalidad standard con que se deben hacer las cosas.

Y la verdad es que estoy desembuchando estas extrañezas porque lo extraño. ¿Nada extraño, no?

lunes, 30 de mayo de 2016

¿Y qué? ¿Cómo? ¿Así?


Y en esta última semanita de mayo Gonzalo se largó nomás en la aventura de conocer el mundo por sus propios medios. Primero amagaba con pasos truncos en el colchón, luego se lo pusimos al piso para ver si se animaba a bajar, y finalmente con una tela sobre el suelo alcanzó para que comenzara en su andar enclenque, y seguro y a ritmo cojo luego, por toda la casa, de modo tal que puede aparecerse en cualquier ambiente un ser que en su repiqueteo de palmas contra el suelo -y ¡oh nuevo hallazgo, una con la otra de modo tal que se produce el aplauso!- anuncia su llegada y su sonrisa ilumina cuanta instancia se presente.

Es el señor Gonzalo, el que ya deja ver en esta rauda semana de fin de mayo su primer diente de paleta superior, y rechina y se refriega con cuanta cosa encuentra, y que sigue en su gateo constante con dirección clara hacia un objetivo, y que se toma de un mueble y ¡se para solo! ¡Gonzalo se paró solo! Y se cae de culo estrepitosamente de modo tal que su cara da contra un barrote de la silla, y llora, y se desgarra en llanto, y después se le hará un moretón onda boxeador arriba del párpado, que mutará su color con los días. A los 4 o 5 días de que haya ocurrido, ya estamos en color violeta más bien verdoso y empezando a irse.

Gonzalo ya tiene su pediatra de cabecera. La doctora Salamero. Él también lo es. Es un salamero que se despierta pero remolonea en la cama. Y hasta vuelve a quedarse dormido, a veces. Gonzalo está por cumplir 10 meses y con sus caras me dice todo. Actúa, reacciona, pide, se enoja, está. Mira muuuy atentamente, aprende, asimila, mira, y va. ¡Ahí va Gonzalo!, grita padre o madre, según quien lo esté cuidando, a quien está en otra habitación de la casa haciendo quién sabe qué. Y ahí va Gonzalo. A asomar sus narices y sonreír. A mover todo su cuerpito en señal de alegría por lo que se encontró, con un sonidito que parece el canto de un delfín.

Gonzalo es cada vez más en presencia. Se irgue en su columnita y mira hacia dónde va. Encuentra un sentido y acciona. Sin importarle los escollos que haya en el medio para llegar. Gonzalo me tiene de hijo. Los anteojos comienzo a contemplar dejar de usarlos porque, como un artesano del bisturí, mi hijo toma de ellos con sus pinzas y celebra con una carita entre feliz e irónica su hazaña, y toma con una y otra manito mientras da vueltas las gafas hasta marearlas y que poco me importe ya si se rompen o no. Lo entretiene.

Gonzalo va. Y ya se le dibuje un firulete extraño en el pelo atrás, en esos cabellitos de ángel que asoman, enmarañado y chinchudo, con su presencia y su actitud. Rulo y sonrisa. Y mofletes.

Gonzalo me puede. Me pide, hace caidita de ojos, me mira cómplice al mandarse una, me avisa que ya no le gusta o divierte algo, y gesticula y me enseña. Y trato de darle lo que pide, y le enseño, que eso no, pero dicho de otro modo. A veces, igual, es no. O hacérselo desaparecer de su universo. Algo que se va es algo que a los dos segundos dejó de concebir interés en eso. Muy loco. Los adultos ya no tenemos esa capacidad desarrollada. O se nos atrofió. Recordamos todo muy patentemente como para sufrir si ya no está. Al pedo, diría Gonzalo. O es más, se tiraría el pedo. Y seguiría su gateo de frente mar, hasta llegar a la próxima orilla de interés.

Su interés puede ser un pequeño papel que quedó reposando sobre su mano al gatear. Y ese interés puede durar largo rato, o desvanecerse por uno más grande que aparece al momento. Gonzalo vive el momento. Es la enseñanza más grande que me transmite un hijo. Él está ahí, dándole la importancia que tiene a ese instante en que todo puede pasar y lo nuevo se le hace presente en cada nueva escena que transcurre en su vida.

Gonzalo focaliza su interés en juguetes autofabricados, como un sachet vacío de yogurt, o su amigo de la semana fue Pat, el maestro pizzero que se dibuja en la tapa de cartón de una que llegó a domicilio, que lo saluda y muestra una pizza rebosante. Gonzalo juega a abrir y cerrar puertas y ventanales. Deja pasar la energía y fluye en observar y actuar acorde a lo que le vibra una persona, sin limitarse en nada su accionar por imposiciones sociales que confunden. Gonzalo mira y te larga el llanto si no le vibrás, y te zampa sonrisa si le respondes con mirada atenta.

Gonzalo es lo más.

sábado, 14 de mayo de 2016

7 semanas

49 días. Son los que dicen los budistas tibetanos que transcurren hasta que un alma se despide de la vida terrena, tarda en irse o despegarse de su vida corpórea y reencarnar en otra, quizás. 49 días. 7 semanas. Es lo que tarda en cristalizarse el alma en un feto intrauterino.

¿Alguien que ande de 7 semanas? Ahí puede estar yéndose el alma de mi padre para reencarnar, hoy mismo. O a otro ser vivo que no sea humano también, por qué no.

¿El alma flota? El alma es la esencia. El alma es lo no superficial del ser, lo que define su misión y visión, lo que nos hace ser como somos. El alma mater -¿y el pater?- es el corazón de una movida, el que despierta la chispa. El corazón sigue siendo algo físico, mientras que el alma es materia disuelta. Que se evapora, dicen, y que hoy, a los 49 días, pareciera ser que se deposita en otro ser carnal, y fluye en su esencia.

¿Qué ser esencial se dará vida hoy que personifique la esencialidad de mi padre? Pedazo de desafío tendrá. Aunque sea un animal sin idioma, ser el alma de mi padre es algo para elegidos.

7 semanas. Mi viejo nació el 7.
Un dado lanzado. Y sale siete. Al set.

jueves, 12 de mayo de 2016

Superación

3 de mayo, 3 am

Finalmente asentados en Barcelona. El padrón y el domicilio lo acreditan. Ahora resta equipar el hogar. Está a 100 metros del metro que conecta en 15 minutos con Plaza Catalunya, y caminando se llega al Camp Nou, en 15 minutos también.

Da tranquilidad y comodidad volver a tener las cosas propias ubicadas en un lugar al que sabés podés acudir y seguirán allí, ubicadas esperándote a ser usadas. Ja, por más que saber que todo lo que se tiene entra en dos valijas y unos bártulos, es de un placer y libertad inimaginables más allá de la experiencia, también depositar la ropita en los placares y las medias en el cajoncito son otro tipo de placer que radica en algo más burgués, pero no por eso despreciable.

Es lindo tener el cepillito de dientes en tu lugar, y algunos elementos más a mano que otros, o en algún espacio en particular de la casa. Tiene que tomar forma de hogar, crear un nuevo nido, ya que el niño Gonzalo demanda cada vez más, atención, cuidado y espacio para habitar. Y todo se va dando para que eso ocurra.

Me llega por el relato de mi mamá que está en Buenos Aires duelando a mi padre, que se llena de actividades para no pensar tanto en él. Pienso que de algún modo, tener un horizonte, un camino por el cual pelear y despertarse cada día, es el único recurso al que se puede apelar para despedir a la muerte del pensamiento, porque es un hecho inexplicable, desde el momento que nadie que le haya ocurrido puede contarlo luego; y que los seres queridos que quedan son los que se ahogan en recuerdos o deprimen en una búsqueda hiperexplicativa del tema, cuando lo que queda es aceptar que todos vamos a parar al mismo punto de game over. El tema es lo hecho en la parábola del durante.

Y en este durante encarnizado, donde en cada día suceden variados temas y se desencadenan otros, busco disfrutar y veo el crecimiento de mi hijo. El Bi-dente, como le digo, cuyas estrenadas paletitas busca refregar contra cuanta cosa se encuentra que le gusta.

Mi hijo no da besos, te muerde la nariz. Mi hijo va robando sonrisas en el metro de Barcelona, haciendo sonreír mirando fijo a las personas, y captando atención al por mayor. De "qué guapo, tío", a "que simpático guapetón" o "pero que majo", pasando por "mira que niño tan apuesto eres" y otros epítetos que ahora no recuerdo, son frases que se roba Gonzalo dondequiera que vayamos.

Yo supe al embarcarnos en este viaje, que era adentrarse en algo mayor. Una despedida grande de una vida para adentrarse en otra, con su estilo, forma, calidad y color. Color de vida. Calor de hogar. Calor de viento de verano. Color de brisa de estación. Me fui.
Vuelvo. Escribo en la mesa del living que desde el 30 de abril empezamos a habitar. Equipar lleva su tiempo, pero en su gran mayoría está todo comprado.
Mi papá descubrió que más allá del dolor hay alegría, celebración de estar vivo.
Mi papá, yo, mi hijo, lo que tenemos en común es que somos nobles, de buena madera, como quien dice. Eso es irrevocable y genera en quien lo reconoce una inmediata empatía. Tenemos espalda, me dice mi mujer, y lo confirmo al tejer vínculo con la gente. Algo afectivo, tan necesario como humano, es lo que desprende la confianza.

El desapego y la capacidad de trato con la incertidumbre las distingo como cualidades humanas que si se dejan expresar dan más entereza y confianza en uno. El poder de desarrollo también. Y la capacidad de sorpresa.

Desapego en el sentido de no estar apegado a algo o alguien, y tener entrenada la posibilidad de soltar y dejar ser lo que quiera ser. No te tengo, soy. No poseo, uso.

Incertidumbre haciendo referencia a este mundo que cada vez en más lados se describe en crisis, y que la naturaleza misma se encarga de dar sobradas muestras de estarlo, y que quien hoy tiene algo mañana puede no tenerlo, y quien tiene la certeza de que algo es así, luego someterá a examinar si tal creencia es como pensaba, o apenas si se quedará sufriendo porque el mundo no es como quisiera. El que acepta el océano de incertezas en las que vivimos, donde se comienza a vislumbrar un acontecer cuántico más allá de lo que podemos ver e imaginar, es quien podrá lidiar más con la maleabilidad de mundo.

La caída de fronteras autoimpuestas es el límite a superar. Superarse.

sábado, 7 de mayo de 2016

Aguas, seres y vuelos

13/4 5.30 hs.

Las despedidas siempre son solo. Nadie puede acompañar en la despedida, es entre uno y a quien se despide, y el proceso que se hace para dejarlo ir es interno, trabajoso, casi que el duelo puedo identificarlo con una opresión en el pecho, en el lado del corazón, que acoraza y se libera, según los días y lo que uno se permite llorar.

El llanto es tan liberador. ¿Quién se explica que al sexo masculino se les enseñe el 'los hombres no lloran' como algo meritorio aún? Quien haya visto un río correr ya entiende que el dejar fluir, ir, es la única opción. Sino se estanca. Y mierda que hay que dejar ir. Las personas que te marcan a fuego en la vida como que uno intenta dejarlas ir, pero su enseñanza, sus recuerdos, sus momentos compartidos son tan relevantes, están tan en plano de conciencia y unos los refresca tan constantemente, que no se van. Esos momentos que recreo con mi papá son todo lo que se me viene en mente por estas horas en estos amaneceres catalanes.

Son como un aroma, surgen de la nada y te trasladan a una instancia. Te atraviesa el recuerdo, te vuelve a dejar algo al pasar, que en su momento, por saberte todopoderoso en la vivencia con tu padre no retenés como relevante, pero al repasarlo ahora le ves todo lo que te dejó compartirlo con él, verlo a él, sentir que estabas haciéndolo con él, viviendo un momento irrepetible.

Me pierdo en intenciones al pensar. Escribir me ayuda a dejar plasmado algo de lo que sino termina siendo un pedo en un canasto. Siempre sobrio y fino lo mío. Pero sí, se vuela, pensamiento que no bajas a la hoja o pantalla se vuela.

Y mi papá voló. Se fue. Se desintegró. Después cada cual con su ralle místico -en el mejor de los casos- o religioso le adjudicará otra entidad o forma, pero mi viejo, mi padre, mi pelota de sentimientos fundados en el amor, condensados en esa bola de ser que merodeaba y siempre quería saber más de en qué andaba, y estaba, y venía y me llevaba y traía, y me dejó la máxima enseñanza de saber que uno es cuando está, y no hay otra, la presencia marca, lo demás es blef filosófico-ideológico.

Existe el mundo de las ideas y existe el mundo de lo que pasa. Lo que pasa es lo que ocurre en la realidad, lo que hacemos o dejamos de hacer con otra persona que nos es afín por algo, lo que construimos o dejamos de construir de los planes o proyectos que tengamos en mente. El plano mente es el del pensamiento, el bla, bla, bla; y el plano hechos es lo que uno hace por y para el otro y uno. Eso es lo que vale. y lo que los demás recordarán de nosotros cuando ya no estemos. Cuando nos vayamos. Cuando nos desintegremos del traje que trajimos puesto, la fajina cutánea que nos amortigua y hiere a la vez. Me fui al carajo.

Cuestión que hoy día me toca a mi transmitir cosas a mi hijo, y pensar las que mi padre me transmitió a mí. Reinterpretar quizás, asentar en otros casos, pero sí o sí refrescar, traer a cuento. Y este es el horario que parezco haber destinado a esto, el amanecer catalán. Donde ya se escucha el rechinar de pájaros extravagantes que se contestan el uno al otro, parece. Hoy nos sorprende en el barrio de Sant-Montjuic. Monte judío. Es una bella zona de Barcelona esta. El ala oeste es mucho más atractiva que la banda oriental de esta ciudad. Mucho verde y espacios airosos para recorrer.

En unos días estaremos en las cercanías de park Guell, otra zona, dicen, de verdes, aunque en ascenso. Cochecito de bebé y ascenso se llevan mal, son casi inconexos. Se verá, y medirá. Se las rebuscará. Porque si de algo se trata este viaje, noto, es el distinguir que en el rebuscar, en el buscar, en el ir viendo está todo. No hay otra realidad que la que nos sale plasmar en el día a día. Renovación continua del arte de vivir, y progresar, y construir, y destruir, y volver a armar. Maleable es lo que nos toca aprender a ser en esta época en la que quien acepte más la incertidumbre misma en la que se vive es quien podrá vivir y sobrevivir de la mejor manera. El que se aferre a algo está frito.

El que crea más en una idea que en sí mismo morirá por la inercia de su peso. El que vive se equivoca. El que vive, aprende. En el estado de conciencia, en el modo de asimilar la enseñanza está la proeza de pulir formas, de lograr condiciones y capacidades superiores, de ahí la superación, y hacer(nos) bien. En el fondo todos queremos eso, pasar un buen rato, sólo que al ser muchos no siempre las intenciones son comunes. Pero se sabe lidiar. y llevar. Y en el vaivén de la negociación energética está la chispa que desprende la intención.

Mi intención era, y es, despedirme de mi papá y relatar un poco, sacar afuera, lo que me produce un hijo de ya 8 meses y 3 días, y un viejo de 74 años, 2 meses y 19 días. Pero al que yo conocí menos de la mitad del tiempo. Desde el día en que nací.
Ser padre. Ser y trascender siendo padre. Dedicarle mis palabras al modo de estar en el mundo más representativo y figurativo que existe. Siendo padre. Uno no puede saber cómo es hasta serlo. Pero eso no logra decir nada. Padre es un sentimiento que te embarga que no te permite estar haciendo otra cosa que transmisor de lo que sabés a alguien. Te convertís en un ser admirado y admirador, en un constructor de personalidad sin tanta voluntad y con tanta voluntad que no te sale hacer otra cosa que ser así. Como uno sabe que un hijo es una esponja absorbente de cada cosa que hagamos o digamos, se sabe agua, se sabe hacedor de ser al transmitir algo.

Es más simple, mi papá me enseño que para ser padre hay que ser amigo, compinche, compañero de aventuras. Ayudar(se) a atravesar el desafío de hacer algo. Lo que desees. Desde lo más mínimo a lo máximo requieren de voluntad de atravesar la aventura. De recorrer y verter las fuerzas necesarias para que ocurra lo que queremos que pase. Ahí residen las ganas. Y ser padre es atravesar esas aventuras en conjunto para que un día tu hijo sienta la autonomía de hacerlo solo y luego, ojala, acompañado. Y así se suceden las generaciones y construimos algo. Quién sabe, quizás, tal vez.