viernes, 13 de octubre de 2017

40 días sin enredarse

Me zambullo en una que espero me depare algo interesante que contar. Partiendo de la base que me sé hecho para comunicar, me someto a la experiencia de dejar de hacerlo para el afuera por un tiempo. Varios indicios me despertaron la inquietud de qué pasaría si lo hiciera. Y me fijo un plazo, para también sacar el jugo y provecho de este forzamiento al que me entrego. No digo antinatura, porque la tecnología no vino con la naturaleza, pero sí anti estos tiempos, donde todo se comunica por las redes.

Siento que llegué a un punto de hacerlo por demás. Siento que algo cambiará en mí si dejo reposar. Siento que no cambia nada si lo hago o dejo de hacer. Para el afuera. La representación de mi adentro. También es una época particular, cargada de movimiento y activaciones, así que será un destinar el tiempo a eso, a lo que plasma realidad. Mudanza, mutación, transformación entregada a la acción que no quiero se traduzca en contar todo a todos.

Será que uno se vuelve selectivo finalmente.
Cuarentena forzada. Cuarenta días sin redes sociales. Nada relevante. Todo experimentable. El 22 de noviembre vemos qué pasó. Algo cambiará. O nada. El mundo siempre sigue de pié.

sábado, 7 de octubre de 2017

La noche del 10

El martes 10 del 10 es el día. A las horas señaladas. Una guerra liberada o un principio de retirada. En Catalunya se verá qué decide el Parlamento respecto a la independencia, y en Ecuador se define el paso al Mundial de fútbol 2018 de la selección Argentina, o no. Instancias decisivas. Momentos de incertidumbre. ¿Sirve de algo practicar el optimismo idealista o es preferible caer en la cruda realidad del panorama sombrío adulto y adusto que tantos gustan ostentar?

Principio de incertidumbre activado en el inconsciente colectivo, y los días que se suceden a la espera del 10. Tan cerca y lejos como el hijo de vecino con el cual elijamos hablar sobre el tema. “¿Viste qué jodido que está?”. El punto es que en la incertidumbre uno se siente más acompañado. Esa sensación de no saber qué devendrá, pero estar obligado a entregarse y ver qué ocurre. Saberse un punto ardiente en el universo y que hay factores que no dependen de uno, sino que pasan. Y esto pasará.

¿Que Messi jugará en la selección de Catalunya? ¿Que el Kun Agüero mete el gol del campeonato mundial en Rusia el año que viene? ¿Que el fútbol cae en desgracia por el uso de la tecnología? ¿Que si hubiera puesto a Icardi en lugar del paparulo ese hubieramos metido uno? “Si está todo arreglado. ¿No viste que vino el presidente de la FIFA de visita?”. Sí, un arreglo bárbaro... ¿Que River gana su cuarta Libertadores e Independiente su segunda Sudamericana? ¿Quién sabe...? ¿Que si el Parlamento dicta lo que la voluntad popular clama se vendrá abajo la economía de Catalunya? ¿No ves que los bancos y empresas ya se están retirando a otras regiones? ¿Y vos no ves que Barcelona y alrededores es la economía activa más desarrollada y evolucionada de las ciudades modernas? ¿Que nace un sistema de gobierno ciudadano directo? ¿Que en un futuro los políticos cobrarán por objetivos cumplidos? ¿Quién sabe qué puede pasar?

La incerteza es saludable si se la sabe emplear. Porque saca del lugar de achanchamiento en el que nos depositamos con la convicción de que así nada se moverá del confort logrado y, creemos, conquistado. El confort nos conquista a nosotros. Y uno cae. Como el pequeño burgués que es y que conserva la idea de fábula consumista para estar seguros de una buena vez. El bendito pedido de seguridad y orden, que el político bien sabe utilizar a su favor.

Exijamos a esos jugadores que hagan todo lo que nuestras frustradas vidas no pueden. Que se la jueguen por nosotros y conquisten lo que nosotros como argentinos no sabemos ni por dónde empezar a gestar. Pretendamos, como catalanes conversos que ya podemos sentirnos, que la independencia de esta institución mala, dañina y hasta cancerígena que es el Reino de España, cure todos los males que aquejan a la sociedad moderna. Sigamos queriendo que el afuera sea resuelto por otros, y así sí sentiremos que nuestras vidas son distintas a lo que nos toca. Ah, ¿no? ¿No funciona así?

¿Y el miércoles 11? ¿Alguien piensa en el día después de un acto tan trascendente? O el 12, cuando la espuma opinologística merme. El 12 de octubre, el día llamado de la hispanidad aquí, el de la raza, hasta hace unos años allá, y que ahora espero se respete su denominación de día de la diversidad cultural. Ese día, después del subidón emocional que implica ponerse en juego -como a cada cual le salga- en el plano político o deportivo, deviene esa sensación tan esquizo del bajón anímico, de la necesidad de aceptación de que nada cambia de la noche a la mañana, y de que habrá que esperar un tiempo para encontrar resultados. Porque todos perseguimos resultados, pero pocos distinguen el trabajo necesario para obtenerlo.

No es lo mismo jugar al fútbol entrenando junto a tus compañeros un tiempo -el Mundial- que hacerlo en forma suelta como un favorcito que se le intenta hacer a la Selección entre los trabajos anuales de cada uno: las Eliminatorias.
No es lo mismo buscar la independencia y libertad personal en cada acto que se emprende diariamente, que pedirle a un gobierno que se encargue de administrar la voluntad de una masa que no se acepta como legítima en los estratos de poder español.
Siento que los problemas actuales se deben, en gran medida, a la distorsión que hay por parte de las organizaciones e instituciones al darse más importancia que los individuos a los que representan. Porque toda administración social, sea gubernamental, privada o pública, política o cultural, no debería perderse de vista que se constituye para facilitarle la vida, o representar, a las personas que la componen. Y no al revés. Que es lo que ocurre cuando se le da más poder del que le corresponde a una Asociación de fútbol argentino, o a un partido o líder político que accede al gobierno por la voluntad popular legitimada, en el mejor de los casos.

El poder debe reestablecerse a la gente. Empoderar al ciudadano. Y eso ocurre al ver las calles de Barcelona asediadas de gente pacífica en reclamo de lo que creen les pertenece. Los golpes de cacerolas evocan aquel 2001 donde se retomó el sistema de estruendo culinario en mi país porque al sistema bancario se le ocurrió no darle plena confianza al usuario que le da entidad.
Las cacerolas se oyen cada 10 de la noche aquí en Barcelona, desde hace varios días, en reclamo por el reestablecimiento de los derechos civiles, sociales e incluso humanos, de los ciudadanos a manifestarse en paz y a pedir que una ley que no contiene a dos millones de catalanes sea modificada. No parece razón suficiente para liberar una guerra civil. ¿O sí?

Cuarenta millones de desaforados que se creen directores técnicos abogan por la conquista de las alturas ecuatorianas que aseguren que, mínimamente, se jugará un partido repechaje con Nueva Zelanda para entrar al Mundial que ya es nuestro, aunque aún no estemos en él. Porque tenemos al mejor del mundo, papá, me resuena con la voz del taxista ocasional que te puedas cruzar en cualquier esquina porteña. Lo que pasa que los otros 10 son unos perros... Sí, todos son malos y uno es el único que se sabe la posta, la precisa. Tan argento.

El 10, a las 10, del día, o la noche, todo será distinto. Algo habrá pasado. Como siempre. Y algo nuevo quedará por pasar. Que no nos coma la ansiedad. La victoria es un plato que se come lento. Y frío. Es un buffet froit. Un vermut. Mamut. La pelota siempre al 10. Good show. El futuro llegó hace rato. Y otros cuentos que nos llegan por boca de jarro. La noche del 10 vemos.