lunes, 30 de mayo de 2016

¿Y qué? ¿Cómo? ¿Así?


Y en esta última semanita de mayo Gonzalo se largó nomás en la aventura de conocer el mundo por sus propios medios. Primero amagaba con pasos truncos en el colchón, luego se lo pusimos al piso para ver si se animaba a bajar, y finalmente con una tela sobre el suelo alcanzó para que comenzara en su andar enclenque, y seguro y a ritmo cojo luego, por toda la casa, de modo tal que puede aparecerse en cualquier ambiente un ser que en su repiqueteo de palmas contra el suelo -y ¡oh nuevo hallazgo, una con la otra de modo tal que se produce el aplauso!- anuncia su llegada y su sonrisa ilumina cuanta instancia se presente.

Es el señor Gonzalo, el que ya deja ver en esta rauda semana de fin de mayo su primer diente de paleta superior, y rechina y se refriega con cuanta cosa encuentra, y que sigue en su gateo constante con dirección clara hacia un objetivo, y que se toma de un mueble y ¡se para solo! ¡Gonzalo se paró solo! Y se cae de culo estrepitosamente de modo tal que su cara da contra un barrote de la silla, y llora, y se desgarra en llanto, y después se le hará un moretón onda boxeador arriba del párpado, que mutará su color con los días. A los 4 o 5 días de que haya ocurrido, ya estamos en color violeta más bien verdoso y empezando a irse.

Gonzalo ya tiene su pediatra de cabecera. La doctora Salamero. Él también lo es. Es un salamero que se despierta pero remolonea en la cama. Y hasta vuelve a quedarse dormido, a veces. Gonzalo está por cumplir 10 meses y con sus caras me dice todo. Actúa, reacciona, pide, se enoja, está. Mira muuuy atentamente, aprende, asimila, mira, y va. ¡Ahí va Gonzalo!, grita padre o madre, según quien lo esté cuidando, a quien está en otra habitación de la casa haciendo quién sabe qué. Y ahí va Gonzalo. A asomar sus narices y sonreír. A mover todo su cuerpito en señal de alegría por lo que se encontró, con un sonidito que parece el canto de un delfín.

Gonzalo es cada vez más en presencia. Se irgue en su columnita y mira hacia dónde va. Encuentra un sentido y acciona. Sin importarle los escollos que haya en el medio para llegar. Gonzalo me tiene de hijo. Los anteojos comienzo a contemplar dejar de usarlos porque, como un artesano del bisturí, mi hijo toma de ellos con sus pinzas y celebra con una carita entre feliz e irónica su hazaña, y toma con una y otra manito mientras da vueltas las gafas hasta marearlas y que poco me importe ya si se rompen o no. Lo entretiene.

Gonzalo va. Y ya se le dibuje un firulete extraño en el pelo atrás, en esos cabellitos de ángel que asoman, enmarañado y chinchudo, con su presencia y su actitud. Rulo y sonrisa. Y mofletes.

Gonzalo me puede. Me pide, hace caidita de ojos, me mira cómplice al mandarse una, me avisa que ya no le gusta o divierte algo, y gesticula y me enseña. Y trato de darle lo que pide, y le enseño, que eso no, pero dicho de otro modo. A veces, igual, es no. O hacérselo desaparecer de su universo. Algo que se va es algo que a los dos segundos dejó de concebir interés en eso. Muy loco. Los adultos ya no tenemos esa capacidad desarrollada. O se nos atrofió. Recordamos todo muy patentemente como para sufrir si ya no está. Al pedo, diría Gonzalo. O es más, se tiraría el pedo. Y seguiría su gateo de frente mar, hasta llegar a la próxima orilla de interés.

Su interés puede ser un pequeño papel que quedó reposando sobre su mano al gatear. Y ese interés puede durar largo rato, o desvanecerse por uno más grande que aparece al momento. Gonzalo vive el momento. Es la enseñanza más grande que me transmite un hijo. Él está ahí, dándole la importancia que tiene a ese instante en que todo puede pasar y lo nuevo se le hace presente en cada nueva escena que transcurre en su vida.

Gonzalo focaliza su interés en juguetes autofabricados, como un sachet vacío de yogurt, o su amigo de la semana fue Pat, el maestro pizzero que se dibuja en la tapa de cartón de una que llegó a domicilio, que lo saluda y muestra una pizza rebosante. Gonzalo juega a abrir y cerrar puertas y ventanales. Deja pasar la energía y fluye en observar y actuar acorde a lo que le vibra una persona, sin limitarse en nada su accionar por imposiciones sociales que confunden. Gonzalo mira y te larga el llanto si no le vibrás, y te zampa sonrisa si le respondes con mirada atenta.

Gonzalo es lo más.

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