Las despedidas son una puta mierda. Entristecen, hacen creer
que no hay nada que hacer con el devenir mismo de la realidad que atormenta y
por momentos se acuerda de mostrarnos que toda célula que nació envejece, se
pudre, se viene a menos, se desgasta, a la larga o a la corta. Se va.
Sí, el punto es qué hacemos con eso. Pero la despedida no
deja ver una luz en el pozo oscuro de no poder tener aquello que queríamos.
Pueden despedirte de un trabajo, podés despedir a un
familiar. Podés salir despedido hacia una escena. Esa es una perspectiva muy
positiva. Y la gente no quiere ver personas sonriendo, prefieren sangre. Porque
somos animales, fajinados en personalidades, pero animales al fin, y el olor a
sangre llama.
Despedir algo con ganas. Suculenta intención de sacarse algo
de encima. Mas es inevitable el dolor. Las despedidas tienen ese desgarro que
cada cual localizará en la zona que lo afecte, y te dejan pedaleando, si no
pataleando, contra la malicia de quién sabe qué juicio, ajeno siempre a uno, que
no te permite alcanzar lo que tan merecedor te crees ser.
Despedís olor. Despedís amigos. Despedís personas.
Después no digas que sabés afrontar la pérdida si no te
instruís en soportar la despedida con altura. Y quién sabe si irá a parar a un
casillero de sapiencia o de inconsciencia, las partidas, las
idas en fuga me inspiran toda la irritación y la necesidad activa se sulfata en
intenciones, y sólo hay que dejar ir.
Ya volverá. Todo vuelve.
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