Tengo 36 años. Soy padre desde hace 2, y vivo en Barcelona. Perdí a mi viejo el año pasado, en el mismísimo día del hincha de Independiente, el 26 de marzo. Desde que tengo 4 me lleva a la cancha como única identidad inculcada. Libre de religión, credo, dogma, mi viejo sólo me impuso la idea de que yendo a la cancha, primero los domingos, luego el día de la semana que tocase, todo se arregla, todo se charla, todo pasa, todo se acomoda, todo ocurre. Un ritual, incorporado a fuego, que simboliza una vida. Vas, en el mejor de los casos te divertís, en otros canalizás la mierda, y ahí va pasando eso que llaman días. Entre un partido y otro del Rojo. Rojo con mayúsculas, señores.

Eso es lo importante a entender. Lo que simbolizan. Independiente es un club de fútbol, una institución social y deportiva, que tuvo su auge de conquistas entre fines de los 60 y toda la década del 70. Fue el mejor del mundo. Producto de las Copas conquistadas se convirtió en el Rey de Copas, como marca registrada. Y así me llegó. Pasó a ser mi religión ir cada santo domingo a comer una hamburguesa, un chori, una porción de pizza bien chorreante de aceite en las inmediaciones del estadio más lindo del mundo. El Templo sagrado que pude conocer en cada uno de sus sectores. Desde la vieja Cordero, pasando por populares y plateas Erico, Sande, el codo que quedó tras la final con Huracán en el 94, hasta la enorme tribuna visitante de aquella Doble Visera inolvidable, ese playón de saltos y festejos entre un fragmento de tribuna y otra de la local. Independiente es un recuerdo imborrable de alegrías y decepciones junto a mi padre. Vías para expresar en el ser masculino aquello que todos llevamos dentro y que nadie nos dice cómo logrará salir. La pasión, la emocionalidad, el sentimiento a flor de piel, la carnalidad compartida de saberse alentando y tirando para un mismo lado con la intención de que la pelota traspase la línea de meta y podamos todos saltar como unos desaforados por un rato, creyendo que nuestra virilidad común es enorme por el amor que depositamos por un club de fútbol.



Ariel Holan, estás a sólo un paso de retomar la senda de la Gloria. Recuerdo que el día en que descendimos mi viejo se quedó con una frase, que leyó en una bandera desplegada en el frente de una pizzería de avenida Mitre. Roja y blanca, letras negras, simples, terminantes: La Gloria es Eterna. Eso fue el viejo. Eterno. Independiente es sinónimo de papá. De quien mantiene viva una llama que perdura. Va más allá de una explicación racional, es un estado de entrega a la pasión, al rojo furioso, es un modo de tomarse la vida, es el equipo de pierna fuerte y templada que ilusiona y hace creer. Ser de Independiente es saber que no cambia nada ir al Maracaná, a Japón, a China, a Barcelona o donde sea. El amor por estos colores y este estilo de juego no desaparecen. Es más, se reproducen. Porque fuimos y seremos miles de almas que vibran a la par de estos jugadores y cuerpo técnico que están a una instancia decisiva de quedar en la historia grande. De un Club aún mayor.
¡Será siempre Independiente el Orgullo Nacional!

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