Incompleto. El pulmón me silba. Se
achicharra, se emputece en la necesidad de dejarme patente lo que no
quiero ver. La sibilancia y latancia que produce el no poder
entregarse por completo a lo que satisface tu alma. Entonces es
cuando me recuerdo que estoy roto. Podrido. Putrefacto. Decrepito.
No. No hay palabra que describa esta sensación agobiante de vacío.
Es un agujero en el pecho, es sentir que la sangre fluye más espesa.
Desconocerlo sería frustrante. Prefiero reconocerlo. Dejar que
salga. Soy y seré incompleto, y en ese afán por encontrar piezas
faltantes, o redondear un honorable fin a lo que me propongo, intento
completar algo que vino así de fábrica. No te condenes solo. No, si
no voy a tener esas voces idiotas que me hablan en plan autoayuda,
pero que no logran más que acrecentar la sensación. Todo lo que
puta niegue me va a terminar atravesando el alma. Y yo ya estoy
atrevesado por esto. Todo esto. Lo que es. Lo que soy.
Es que mirarlo de afuera siempre es más
fácil que involucrarse.
Es la diferencia entre tener una idea y
llevarla a cabo. Desde afuera todos pueden opinar, decir, juzgar, banalizar, idolatrar, creer lo que se le antoje, bah, si total nada
constatará en la realidad si era así o no. La capacidad irreal de
resolver todo sentado a la mesa y vomitando soluciones y verdades.
El que se involucra, el que se mete en
el fango y berenjenal que es sortear las propias trabas para llegar a
un resultado, que nunca sabremos si es el indicado, pero que nos
garantiza un paso de crecimiento y evolución personal, ese es el que
tiene las de ganar. Porque se puede ganar contra otro, en modo
competitivo, uno versus lo que creas que limita las posibilidades del
planeta, o se puede ganar evolutivamente respecto a uno, sin centrar
la mirada fuera sino en lo que uno puede o no hacer para salvar su
causa.